Metroburg
- Luis Ramos
- 6 may
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Estas sintografías conforman una reinterpretación retrofuturista del icónico film "Metrópolis" de Fritz Lang, trasplantada al instante mítico en el que nacieron las primeras ciudades de la Alta Edad Media.
En lugar de rascacielos de acero y neón, emergen torres de piedra y puentes de arcos góticos; donde antes se desplazaban obreros en cinta, ahora circulan caravanas y aeroplanos de viejas hélices. El drama social y espiritual de Lang —la tensión entre el hombre y la máquina, la lucha de clases, la redención— encuentra aquí un nuevo contexto: un mundo en ciernes donde el artificio mecánico afronta su bautismo de fuego entre campanas y fortalezas.

The face of Metroburg
Un rostro autómata en primer plano, de ojos circulares y cejas metálicas, preside la portada de la urbe. Detrás, esbeltas torres y tejados afilados apuntan al cielo, anunciando la fusión de la técnica primitiva con un ideal futurista

Calles-canal y puentes levadizos articulan el tejido de la naciente ciudad. Un pequeño biplano cruza el cielo nublado, evocando el vuelo pionero de la máquina entre murallas medievales.

Vista del canal central que atraviesa Metroburg. Los edificios de piedra sostienen y las aeronaves conviven, el pulso vital de una sociedad en tránsito.

Una gran mansión castillo fortificada, casi templo, recibe la mirada reverente de los habitantes. Cada escalón y almena sugieren autoridad divina y control social, reminiscencias de la opresión obrera en Metrópolis

Trabajadores de ropas oscuras guardan cola ante un portón de hierro. La rigidez de la espera recuerda el fichaje obligatorio de la película, transformado aquí en un rito diario medieval.

Una joven muestra las nuevas formas de manipulación: la chispa de la revuelta popular. Rostros y manos se alzan en comunión, preludio de la toma de conciencia colectiva.

Envuelta en blanco nacarado, una figura ceremoniosa personifica la nueva fe revolucionaria. Su tocado y collares sugieren un culto híbrido, mezcla de dogma medieval y culto a la máquina.

Sobre un púlpito monumental, la sacerdotisa extiende los brazos ante miles de fieles. La multitud vibra en trance, como si escuchara el Himno-Máquina de Metroburg en una catedral gótica.

Un devoto solitario se postra frente a una estatua colosal de rasgos andróginos —¿humano, autómata o divinidad?—, recordando el Moloch mecánico de Lang, esculpido esta vez en piedra.

Tres personajes —dos humanos y un autómata— examinan con solemnidad una esfera luminosa. Este “sacramento energético” simboliza el compromiso definitivo entre carne y engranaje.

Un autómata se eleva entre aros de energía. La escena rememora los procesos de control industrial de Fritz Lang, aquí reinterpretados como un ritual de iluminación mecánica.

En una cámara austera y apenas iluminada, una mujer-máquina avanza. Su paso firme anuncia la fuga de la teocracia de Metroburg y la búsqueda de un destino propio.

La heroína de la revolución yace sobre una mesa, vigilado por un alquimista o médico bajo el brillo crudo de una lámpara. ¿Resurrección, reprogramación o trascendencia? Es la culminación de la epopeya: el hombre y la máquina fundidos en un solo ser.
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